Soy un zarrio

SOY un zarrio. Soy un cacharro inútil, un enguisme, un cachivache, un trasto innecesario. No sirvo para nada. A nada apunto, a nada llego. Me quedo aquí, parado y baldío, hastiado de pretender, de ansiar, de prohijar ideas de grandeza estériles. Nada quiero saber de éxitos, de logros, de famas, de victorias: me rindo.

Hasta aquí he llegado, ni siquiera sé si existía una meta o un objetivo a alcanzar: ni me importa ya. Por fin puedo deambular con los brazos caídos y las piernas torcidas, como a mí me gusta, sin miramientos (nada ya de frente alta, ni de arriba esa mandíbula, por Dios), derrumbándome tranquilamente a cada paso si así lo deseo, regodeándome en la búsqueda del más sentimental de los fracasos como última aspiración…

Ya llegué al final de mi esperanza, ¿no era eso lo que queríais? ¿Lo que queríais todos? ¿Y ahora… qué me miráis? ¿Es que nunca vais a dejar de ser espectadores de mi vida? ¿Nunca vais a dejar de atosigarme con vuestros buenos deseos, con vuestras mediocres pero grandilocuentes promesas inútiles, con vuestra conmiseración tan virtuosa, tan pagana?

Dejadme derrumbarme tranquilamente, por favor. Dejadme abandonarme, llegar hasta el suelo, diluirme en él, dejad que me arrincone como es mi deseo, que me pierda entre las multitudes. Dejadme morir.

Abandonadme, eso es. Abandonadme, por fin, como deseábais secretamente. Bien sé que queríais libraros de mí. Sí que lo sé. ¡Maldita sea: abandonadme si tenéis coraje, si os quedan entrañas para dejarme aquí! ¡Abandonadme, pero atenéos a las consecuencias! ¡Os perseguiré hasta la muerte para vengarme de vuestra vergonzosa y cruel impiedad! ¡Os azotaré por denigrar a la especie humana con vuestra traición! ¡Castigaré sin misericordia y hasta el final de los tiempos vuestra infamia!

Juro que me vengaré. De todos y cada uno. ¡¿ME OÍS?!