Soy un espíritu errante

SOY un espíritu errante que busco la cercanía de lo humano para no aterirme en mi terrible frío interior, cruel descarnadura que, si tuviese que describirla de alguna manera, la compararía a la vergüenza, a la permanente humillación, a la ausencia de cualquier atisbo de misericordia. Me refiero, naturalmente, a la vergüenza, a la humillación y a la misericordia tal y como yo las recuerdo.
Es imposible aceptar esta soledad tan radical. Es un consuelo que compartamos con los vivos algunos aspectos de la contextura sensorial de la materia (la configuración visual fundamentalmente), pero uno siempre añora lo principal de la vida humana: el sentimiento de formar parte, más o menos conscientemente, de un ritmo universal común, de un perenne latido que casi te fuerza a seguir ajetreando, revolviendo, porfiando, enredándolo todo... no importa el qué, ni a quiénes se pueda implicar, ni el cómo, ni siquiera con qué grado de torpeza.
Solo después de haber existido al menos una vez como persona puede uno comprender de qué raro privilegio ha disfrutado. Demasiado tarde, siempre demasiado tarde, por supuesto. Pero desde fuera solo puede ser considerado así, porque así es ese inmenso y crucial proyecto del que desgraciadamente ya no formo parte, al que ya no pertenezco: Millones y millones de heroicos, infinitesimales y casi siempre vanos intentos de hacer mejor al Universo. Siempre hay algo, estúpido o glorioso (aunque generalmente lo primero), que está hirviendo en ese intrigante mundo. Pero, además, no hay prisas. El tiempo también es una variable excluida del proceso. Como yo mismo, y como todos los que hemos olvidado para qué habríamos nacido y por qué habríamos muerto.
De nada me sirve lamentarme, porque aquí donde me muevo, al contrario que en el mundo de los vivos, quejarse o enredar no lleva a ninguna parte. Creo que nada en este estado lleva a ninguna parte jamás.
Es así como, tanto para sentirme algo más cerca de esa humanidad perdida, como para, de alguna forma, atenuar mi extrema envidia, he elegido habitar todo lo posible en las recepciones de los hoteles, en las estaciones de tren y de autobús (no tanto en los aeropuertos), en las salas de espera de clínicas y peluquerías y, sobre todo y de un modo muy especial, en el interior de los escaparates. Es en esos lugares donde logro recrear algo parecido a un ámbito humano, un pequeño reducto de intimidad personal. ¡Echo tanto de menos las camisas, los zapatos, los pañuelos de algodón, el roce de los tejidos, la fragancia de las prendas recién planchadas...!
En realidad, tengo que decir que paso la mayor parte de las horas de mi muerte dando vida a un maniquí, como si fuese su alma. A eso he llegado. Y añadiré que si nos reunimos algunos espíritus más con las mismas enfermizas aficiones, la tarde llega casi a convertirse en una fiesta mundana, en una pequeña y agradable tertulia silenciosa que suele prolongarse hasta que el encargado apaga las luces y echa el cierre metálico al escaparate. Ensimismados dentro de nuestros muñecos, en absoluta quietud para no asustar a los clientes, pasamos, nunca mejor dicho, las horas muertas. Es el ansia de volver a sentirse humano, o al menos de formar parte del paisaje visible... ¡Qué maravilloso es también poder imaginar la propia robustez de unos hombros, la firmeza de unas caderas, la apostura de la espalda o del cuello...! ¡Incluso la tensión de los muslos dulcemente oprimidos por unas medias de nylon, o la leve frialdad de un collar de falsas perlas descansando sobre las vértebras cervicales, los ligerísimos tirantes de seda de unas enaguas posadas sobre los hombros, la pequeña y agradable rigidez de los puños de una camisa ceñidos por unos gemelos...!
Nunca miréis demasiado fijamente a un maniquí, os lo ruego. Aparte de que podéis llevaros un buen susto si captáis algún movimiento imperceptible, una respiración, los ecos de unas risas, un suspiro..., sería mejor que procuraseis respetar su intimidad. La mayoría de ellos contienen un alma, albergan un espíritu. 

No somos peligrosos, de veras. Solo anhelamos estar cerca de vosotros, mezclados con aquello que un día también fue nuestro.