Soy un abrazo perdido

SOY un abrazo perdido en el andén de una estación. Un abrazo ambulante que no sabe volver a casa: no sé cuál es mi casa. Tánta emoción, tánta intensidad flotando en el aire, traspasado por los vientos gélidos que vienen de aquel extremo del andén, del extremo frío y soleado por donde entran los expresos que vienen de la capital… No quiero desaparecer. No puedo. Soy una promesa, un juramento, un ánsia de felicidad, una verdad irrebatible, y me siento demasiado responsable: sé que soy necesario para el universo. Imprescindible, incluso. Mucho más que esas especies de animales protegidas, a las que hay que cuidar para que no se extingan. Soy como un hijo perdido, pero sin forma, sin rostro, abandonado en medio de la nada de las afueras de una ciudad de la que solo sé su nombre, escrito en el rótulo de la estación. Y me resisto a disolverme en el aire, como uno de esos fantasmas que a veces vienen por aquí a altas horas de la noche, tristes y meditabundos, buscando un poco de calor.
Se ríen de mí, ya lo sé. Pero yo no necesito compañía: tengo mucho, mucho amor dentro… Cuando una brizna de mi cálida pasión está a punto de escapar de los bordes de mi espiral, me recojo suavemente de nuevo hacia mi centro, como una pequeña galaxia condenada a no poder expandirse más, y así me mantengo, abrazado constantemente a mí mismo, protegiéndome de las corrientes de aire y de las turbulencias que producen los trenes que no se detienen.
Estoy solo, porque los abrazos que vienen y van tienen siempre sus dueños, sus corazones. Pero no tengo miedo. Sí, ya sé que no voy a poder existir eternamente: todo lo derrite el tiempo, es cosa sabida. Sólo espero una feliz ocasión en la que pueda entregarme por entero, como un soplo divino, al pecho de algún viajero, de un hombre o una mujer que esté ansiando enamorarse.
Aunque, la verdad, con esa luminosa esperanza en la mirada, hay pocos.