Soy un rizo de mantequilla
SOY un rizo de mantequilla. Viene el cuchillo
y me lleva, me lleva, me hace una onda. Tu daga se adentra en mi piel, rasga mi
vientre y construye una figurita de porcelana tibia, ¡como una ola!, que
tiembla al contacto con el frío aire de la mañana en la terraza de abril. Y
vuelo en primera clase, hermoso y frágil como un astro de cine de blanca
cabellera, montado en el reluciente avión de alpaca que pilota tu mano
displicente hacia el rígido lecho del placer: la tostada.
El pálido color de mis tiernas carnes
empalidece aún más en presencia de la rebanada de pan. Atezada, desabrida y
árida como la piel del desierto, sedienta de grasa dulce, ansiosa de esa
armonía de moléculas que soy yo. Y allá voy, colmando la alegría de un hambre reseca que se hace líquido en el paladar. El encuentro es hecatómbico, brutal. Grito y
grito, de dolor y de placer, de placer y de dolor. Y al final me E X P A N D O
con un clamoroso orgasmo por entre la retícula del sufrimiento. Lleno sus
fisuras, sus poros, inundo de sedoso ámbar sus asperezas, penetro hasta su miga,
sacio su infinita sed, la redimo de haber llegado a ser corteza (a ella, que
fue trigo en flor), la amo.
Sé que, tras las inacabables caricias con el
cuchillo, los rítmicos embates de pasión (a veces rudos y rasposos,
atosigantes, a veces delicados y tiernos, como lascivas insinuaciones de
futuros placeres inéditos que susurras en mi oído), puede que tu veleidoso
capricho exija la presencia de un nuevo partenaire: la mermelada. Porque te gusta
el ménage à trois, no lo niegues.
Aunque no todas las mañanas, es cierto; y entonces, cuando sé que soy tu
preferido, tu exclusivo, tu único, ah, qué alegría, me entrego a ti por entero,
limpio, leal, apasionado. Ese día estoy feliz.
Claro que en un principio me enfurruña
compartir la cama con una desvergonzada vestida de lentejuelas, una profesional
del placer, una oportunista experta en zalamerías, una vulgar corista de
music-hall, pero lo cierto es que, una vez que se ha desnudado de sus atavíos
de colores y se ha tumbado sobre mí, piel con piel, brillante, húmeda y
pegajosa, con solo palpar sus viciosas y dulces carnes me enciendo de nuevo de
pasión y aquello es Troya. Arrebatos y arremolinamientos de voluptuosidad se
suceden sin cuento en una orgía de sabores y de texturas, en un maremágnum de arrumacos,
aullidos y estertores, en una zarabanda de erupciones volcánicas de placer
donde uno pierde hasta la conciencia de ser uno. Y en ese totum revolutum, un
nuevo y larguísimo orgasmo se sucede, sucio de sudores y fluidos viscosos,
pérfido y profundo.
Luego la aventura nos lleva a otro escenario.
Mucho más erizado de espinas, pero no por ello menos conmovedor: ser masticado
y deglutido. Desarraigado, liberado de mi nombre, sumergido en los profundos
remolinos del Leteo. Tenéis en las enciclopedias una desapasionada e inexacta
noción de todo lo demás. Al final… dispersarse en la sangre… Morir a la vida.
Hacerse glucosa y estallar en luz.
La luz de un simple destello de tu mirada. O
tal vez uno de tus más breves silencios, unas purititas décimas de segundo de tu
ternura, mi amor.
Mañana, en el desayuno, piensa en mí.
Mañana, en el desayuno, piensa en mí.