Soy un señor en la cuerda floja


SOY un señor bien arreglado y con bigote (pero sin corbata, que hace mucho calor) que camina sobre una cuerda tensada entre dos de los edificios más altos de la ciudad. Debajo de mí se arremolina la gente en una gran avenida sin coches, pues se ha cortado el tráfico espontáneamente: nadie quiere que me estrelle contra su precioso coche y se lo deje abollado.


Y, sinceramente, estoy bastante asustado. Tanto que ahora mismo volvería sobre mis pasos y renunciaría a seguir avanzando, si no fuese porque ya estoy a mitad de camino y dar la vuelta sobre la cuerda resulta, al menos para mí, bastante dificultoso. Vamos, que sé que me estamparía contra el suelo más fácilmente que si sigo adelante. No sé por qué narices me he metido en esta absurda situación, pero lo que sí puedo afirmar es que no quiero…, es decir, que no puedo soportar más esta tensión. ¡Que no puedo! ¡Que no puedo! ¿Es que no me oís?

Nada. Ni caso. Ya puedo matarme a gritar. La gente se queda ahí abajo, callada, expectante, con el corazón encogido, dándome ánimos en su pensamiento... No, si ya lo sé…, si ya sé que nadie quiere que me mate, que el público es muy bueno, y que todos, conociendo mi angustia, si pudieran me llevarían hasta la azotea del otro edificio en la palma de su mano… Pero la realidad es que… nadie hace nada efectivo por ayudarme. ¿Tengo que repetirlo otra vez? ¡Por favor, quiero bajarme ya de aquí! ¡Ba-jar-me! ¡Estar ahí, en el suelo, con todos ustedes! ¿Lo quieren más claro? ¿ Tan difícil entender lo que digo...? ¡Ya está bien!

Bueno, pues al final me he sentado en el cable de acero, cansado de estar de pie y de implorar ayuda, y me he puesto a llorar desconsoladamente. De puro pánico, la verdad. Alguien me ha pasado un paquete de pañuelos de papel y un bocadillo de jamón con una cuerda y, así, poco a poco, se me ha ido pasando el llanto y me estoy comiendo el bocadillo entre amargos suspiros. Pero ya noto que el jamón me está dando nuevas fuerzas, y que el cansancio se me va pasando. Mira, ¿ves? A eso lo llamo yo ayudar. Aunque, la verdad, al principio no quería que me enviasen nada. Qué estupidez, pensaba yo, ¿para que quiero un bocadillo a estas alturas, quiero decir, en estas circunstancias? Pero ya ven, tanto me he animado que he pedido también un cuaderno y un bolígrafo, y en cuanto me ha llegado el paquetito me he puesto a escribir mi autobiografía. Y la he empezado precisamente con esto que están leyendo —aprovecho, ya que me he puesto—. Así que aquí me tienen, sentado en mitad de una cuerda tendida sobre el abismo, entre dos rascacielos y sobre un público que se está empezando a aburrir y que, en número cada vez más creciente, se está marchando a su casa a ver alguna serie de televisión, supongo yo.

Y es que no hay quien entienda a la gente.