Soy el marco de un cuadro


SOY el marco de un cuadro que al parecer es magnífico, pero yo no lo sé, porque no lo veo.

¿Estoy totalmente al margen del asunto ―me pregunto con amargura―, o formo parte del conjunto de la obra? Ésa es mi gran duda, mi tribulación permanente.

Naturalmente, estoy orgulloso de ser el marco de la más famosa obra de arte de uno de los más importantes museos del mundo. Aunque decirlo pueda parecer inmodesto, vienen a vernos cada día miles de personas y de turistas (que no es lo mismo), y la verdad es que cuando se abren las puertas del museo y los espectadores se agolpan frente a nosotros, hay veces que me esmero en dar realce a mi cuadro, contenga lo que contenga.

Aunque debo reconocer que hay momentos en que es tanta mi envidia que me resulta imposible, sé que sólo hago bien mi trabajo cuando me olvido de rivalidades y de rencores y me consagro a resaltar su magnificencia, que sé que es inmensa. Lo sé porque cuando eso sucede, en los preciosos instantes en que logramos compenetrarnos, algo esplendoroso surge de mi centro (yo, que estoy eternamente condenado a ser, por definición, periferia). En esos raros momentos irradiamos juntos tal belleza inmaculada que una especie de pequeña ‘gloria’ ―sonora sin ser verdaderamente audible, táctil sin tener textura ni forma― invade la sala, embargando en su alto vuelo al resto de los cuadros y a espectadores, y transportándonos a todos a un lugar sin espacio, sin tiempo, sin densidad, donde por unos instantes que parecen eternos creemos estar comprendiendo la grandiosidad de esto que llamamos el mundo, ante el que se desvanecen todas nuestras pequeñas y estúpidas preocupaciones.

Aún no sé qué es lo que provoca este milagro. A veces he pensado que es la presencia de algún espectador con la mirada limpia, abierta, buscadora de hallazgos y halladora de misterios en todas y cada una de las cosas.