Soy un espíritu errante
SOY un espíritu errante que busco la cercanía de lo humano para
no aterirme en mi terrible frío interior, cruel descarnadura que, si tuviese
que describirla de alguna manera, la compararía a la vergüenza, a la permanente
humillación, a la ausencia de cualquier atisbo de misericordia. Me refiero,
naturalmente, a la vergüenza, a la humillación y a la misericordia tal y como
yo las recuerdo.
Es así como, tanto para sentirme algo más
cerca de esa humanidad perdida, como para, de alguna forma, atenuar mi extrema
envidia, he elegido habitar todo lo posible en las recepciones de los hoteles,
en las estaciones de tren y de autobús (no tanto en los aeropuertos), en las
salas de espera de clínicas y peluquerías y, sobre todo y de un modo muy
especial, en el interior de los escaparates. Es en esos lugares donde logro
recrear algo parecido a un ámbito humano, un pequeño reducto de intimidad
personal. ¡Echo tanto de menos las
camisas, los zapatos, los pañuelos de algodón, el roce de los tejidos, la
fragancia de las prendas recién planchadas...!
En realidad, tengo que decir que paso la mayor
parte de las horas de mi muerte dando vida a un maniquí, como si fuese su alma.
A eso he llegado. Y añadiré que si nos reunimos algunos espíritus más con las
mismas enfermizas aficiones, la tarde llega casi a convertirse en una fiesta
mundana, en una pequeña y agradable tertulia silenciosa que suele prolongarse
hasta que el encargado apaga las luces y echa el cierre metálico al escaparate.
Ensimismados dentro de nuestros muñecos, en absoluta quietud para no asustar a los
clientes, pasamos, nunca mejor dicho, las horas muertas. Es el ansia de volver
a sentirse humano, o al menos de formar parte del paisaje visible... ¡Qué
maravilloso es también poder imaginar la propia robustez de unos hombros, la
firmeza de unas caderas, la apostura de la espalda o del cuello...! ¡Incluso la
tensión de los muslos dulcemente oprimidos por unas medias de nylon, o la leve
frialdad de un collar de falsas perlas descansando sobre las vértebras
cervicales, los ligerísimos tirantes de seda de unas enaguas posadas sobre los
hombros, la pequeña y agradable rigidez de los puños de una camisa ceñidos por
unos gemelos...!
Nunca miréis demasiado fijamente a un maniquí,
os lo ruego. Aparte de que podéis llevaros un buen susto si captáis algún
movimiento imperceptible, una respiración, los ecos de unas risas, un
suspiro..., sería mejor que procuraseis respetar su intimidad. La mayoría de
ellos contienen un alma, albergan un espíritu.
No somos peligrosos, de veras. Solo anhelamos estar cerca de vosotros, mezclados con aquello que un día también fue nuestro.
No somos peligrosos, de veras. Solo anhelamos estar cerca de vosotros, mezclados con aquello que un día también fue nuestro.